En el otoño de 2019, Alba estaba más desesperada que nunca por la violencia de su pareja y las amenazas de las pandillas en su pueblo, San Pedro Sula, Honduras. Escuchó que una caravana de migrantes se estaba formando para avanzar hacia México y tomó la decisión rápidamente: ella y sus tres hijos pequeños se unirían. Durante semanas, caminaron, pidieron aventones y se subieron a techos de trenes. Preocupada por sus hijos, Alba les contó que iban a una aventura. Jugaban con otros niños. Alba y otros viajeros los llevaban en brazos cuando se cansaban y no se daban cuenta de muchos peligros a los que estaban expuestos.
Semanas después, la aventura se detuvo en Ciudad de México. Alba había oído hablar mucho de los riesgos de cruzar a Estados Unidos y decidió quedarse y solicitar asilo allí mismo. Tras meses de espera, su solicitud fue reconocida y sintió que por fin había llegado. Con sus documentos en la mano y una sencilla habitación rentada para los cuatro en Naucalpan, al noroeste de la ciudad, todo parecía listo para que pudiera encontrar un trabajo y ganar un buen sueldo para sus hijos.
Sin embargo, un empleo tras otro resultó imposible para Alba. Las guarderías y escuelas estaban cerradas por la pandemia. A veces su vecina se ofrecía para cuidar a los niños, pero aun así no tenía tiempo suficiente para trabajar las largas horas de seis días a la semana que le pedían los empleadores. Siempre que se presentaba una oportunidad, limpiaba en casas de personas y ayudaba en la tienda de la calle. Sus ahorros pronto se agotaron e impedir que sus hijos se fueran a la cama con hambre se convirtió en una lucha.
Las mujeres representan casi la mitad de las personas que emigran de sus países cada año, y cada vez más lo hacen sin pareja. Buscan mejorar sus condiciones de vida y, como Alba y otras mujeres de Centroamérica, huyen de la violencia en sus países y de sus parejas. Muchas son madres que no sólo emigran por ellas, sino también por sus hijos. “[Nuestra experiencia de migrar] es muy diferente a la de un hombre”, dice Alba. “Como mujer, pues nos esforzamos más por el bienestar de nuestros hijos”.
Para mujeres como ella, migrar representa una oportunidad, pero también significa asumir una doble responsabilidad. Cuando Alba huyó, también dejó atrás a su madre y a sus hermanos, quienes siempre habían sido su red de apoyo. A partir de ese momento fue la única proveedora económica y cuidadora de sus hijos. Al igual que para muchas otras madres migrantes, esto significó que encontrar un trabajo bien pagado y desarrollarse profesionalmente fuera casi imposible.
Los servicios gratuitos para el cuidado de los niños pueden aminorar esas dificultades, pero no suelen resolverlas. Frecuentemente no hay instalaciones disponibles cerca del hogar o del trabajo de las personas. También es común que sus directivos discriminen a las mujeres migrantes por su nacionalidad. Pero el factor que pesa aún más son los horarios de trabajo, las semanas laborales de seis días y los largos trayectos que implican muchos empleos. Estas condiciones son incompatibles con los servicios que suelen ofrecer las guarderías y las escuelas, y con otras necesidades de niños, desde ayudarles con la tarea hasta llevarles al médico. Estas dificultades se ven agravadas por la falta de flexibilidad de muchos empleadores o, incluso, por la discriminación directa en los procesos de contratación.
A muchas madres migrantes les resulta imposible encontrar cualquier tipo de empleo. Aun cuando lo consiguen, tienden a ser consideradas para puestos como el trabajo doméstico, el comercio ambulante, las actividades agrícolas y el trabajo sexual. Suelen ser puestos informales con un nivel educativo muy inferior al de las mujeres. Esto lleva a una brecha salarial de género aún mayor: las mujeres migrantes ganan 28 % menos que sus contrapartes masculinos, diferencia superior a la brecha de 20% observada en la población en general.
La pandemia de covid-19 agravó esta situación. Las mujeres migrantes estuvieron entre las primeras en perder sus empleos. Cuando las escuelas y guarderías cerraron, asumieron la mayor parte del trabajo de cuidados resultante. Muchas no sólo redujeron su horario laboral para lograrlo, sino que incluso tuvieron que dejar de trabajar.
El dilema de Alba entre generar un ingreso decente y cuidar a sus hijos es uno que comparten muchas familias monoparentales, especialmente las madres solteras. Pero, cuando las personas eligen libremente tener hijos, ¿no deberían ser también totalmente responsables de su cuidado con todos los retos que ello implica? Esto puede parecer intuitivo, pero también es una salida demasiado fácil.
Es cierto que los padres son los principales responsables de que sus hijos tengan un nivel de vida adecuado y acceso a los medios que necesitan para desarrollarse. Pero eso no es todo: el derecho internacional también obliga a los Estados a proporcionar a los padres todo el apoyo necesario. Esto convierte el cuidado de los niños en una responsabilidad compartida por los padres y la sociedad.
Consideremos la situación de Alba. En este momento, los roles tradicionales de género determinan muchas de sus decisiones. Pero, como cualquier otro ser humano, tiene derecho a trabajar y a desarrollarse personal y profesionalmente. Sólo podrá ejercer plenamente esos derechos si puede decidir con libertad cómo equilibrar las actividades de cuidados y la generación de ingresos. Eso únicamente es posible si el Estado le proporciona mejores instalaciones, servicios y recursos para el cuidado de sus hijos.
Muchas otras mujeres se encuentran en la misma situación. Alba, junto con muchas otras madres migrantes y sus hijos, sólo ejemplifica lo necesario que es que por fin asignemos un valor adecuado al trabajo de cuidados y reconozcamos la responsabilidad de la sociedad de financiarlo y proporcionarlo.
Artículo tomado de Nexos
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